La Oblación-7

El sacerdote y los fieles: Ofrenda de sí mismos. –

En este momento, el pan y el vino están ya sobre el altar, separados de su uso profano y consagrados al culto divino; pronto desaparecerá su sustancia y, bajo sus apariencias, serán inmolados el cuerpo y la sangre de Jesucristo. También nosotros, en unión con este divino sacrificio, debemos ofrecernos a Dios con todo lo que somos y todo lo que tenemos. Cuando Jesucristo, nuestra Cabeza, se sacrifica, los miembros de su cuerpo místico deben también sacrificarse con Él. Así, en la secreta de la Fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia pide a Dios no sólo santificar los elementos del pan y del vino que le son ofrecidos, sino también a nosotros mismos y hacer que, por la Eucaristía, seamos una hostia perfecta y eterna. [Sanctifica, quaesumus Dómine Deus noster, per tui sancti nominis invocationem, huius oblationem hostiam, et per eam nosmetipsos tibi perficite munus aeternum.]

Esta oblación del pueblo cristiano en unión con el sacrificio de Jesucristo se cumple de una manera simbólica en la ofrenda del vino y el agua; aquí se repite ahora en términos formales, a fin de despertar y excitar en nosotros unos sentimientos, que sean conformes con el acto del sacrificio. La expresión de estos sentimientos es necesaria: sólo ella puede dar a la ofrenda de nosotros mismos todo su valor, de tal modo que la vuelve agradable a Dios y provechosa a los hombres. Estas disposiciones interiores de oración y de inmolación son indispensables para que podamos ofrecer convenientemente el sacrificio del altar. Dios lo acoge con benevolencia de nuestras manos para nuestra salvación, cuando estamos en su santuario con fe y piedad.

El sacerdote se inclina con inclinación media, y apoyando sus manos juntas sobre el altar, hace la siguiente oración: Con espíritu de humildad y con un corazón contrito esperamos ser recibidos por ti, Señor; y que este sacrificio se lleve a cabo hoy en Tu presencia para que te sea agradable, Señor Dios nuestro.

Para apreciar plenamente el significado de estas palabras y pronunciarlas siempre con total veracidad, debemos recordar por quién y cuándo fueron dichas por vez primera. Están tomadas de una oración -más extensa y más humilde-, hecha por los tres jóvenes en el horno de Babilonia. Fieles a las leyes de Dios, no se habían arrodillado ante la estatua de oro del rey Nabucodonosor para adorarle. Echados por mandato real al horno encendido, marchaban en medio de las llamas alabando a Dios y cantando este Himno, tal como lo podemos leer en el libro del Profeta Daniel y del cual están entresacadas las palabras que estamos comentando (Dan. 3, 12ss).

En las catacumbas de Roma se encuentra con cierta frecuencia la imagen de estos tres jóvenes: los cristianos, tan perseguidos en los primeros siglos, encontraban en ellos una fuente de ánimo y consuelo. Estos israelitas habían estado dispuestos a entregar su vida por Dios en un martirio cruel. Y siguiendo su ejemplo, debemos entregar nosotros la nuestra, en un martirio no cruel. Debemos ofrecernos a Dios en las penas, las persecuciones y las pruebas, con humildad y contrición, como un holocausto agradable al Señor: pues un espíritu rasgado por el dolor es un sacrificio digno de Dios, que no desprecia un corazón contrito y humillado, tal como se dice en el Salmo 50, 19. 

Estas son las mejores disposiciones que podemos aportar al altar. Cuando en el Calvario expiró el Salvador, un gran número de asistentes se llenaron de santo temor y arrepentimiento; y regresaron golpeándose el pecho (Lc. 23, 48). ¿Podríamos experimentar nosotros los mismos sentimientos cuando celebramos la muerte de Jesús en la Misa?

En esta santa acción, debemos sacrificarnos a nosotros mismos con la contrición del corazón; y, celebrando el misterio de la Pasión del Señor, imitar lo que celebramos. Entonces la Santa Misa será un verdadero sacrificio ante Dios, si nosotros mismos somos una víctima. Pero esforcémonos también en guardar nuestro espíritu en el recogimiento, incluso después del tiempo de la oración, en tanto que podamos con la ayuda de la gracia divina, a fin de que nuestros pensamientos superficiales no la disipen, que nuestras alegrías insensatas no se deslicen en nuestro corazón; y nuestra alma no pierda la contrición que habíamos alcanzado. (San Gregorio Magno).

Nuestra vida debe ser un ofrecimiento gozoso e ininterrumpido; debemos ofrecer cuerpo y alma, como hostia santa, viva, agradable a Dios (Rom. 12, 1). Todas las oraciones, todos los actos religiosos, todas las obras de misericordia, todas las mortificaciones y las penitencias, los trabajos, las penas y las cruces de los fieles que combaten sobre la tierra, los sufrimientos, la paciencia y los deseos de las almas del purgatorio, las virtudes, los méritos y la gloria de los triunfadores celestiales, los sudores fecundos de los apóstoles, la sangre vivificadora de los mártires, las piadosas lágrimas de los anacoretas, los castos suspiros de las vírgenes, las grandes acciones, los sufrimientos de todos los santos: la Iglesia deposita todo esto sobre el Cordero Inmolado y los vierte en el cáliz de su Preciosa Sangre.

La Misa es el corazón de toda la vida eclesiástica: la fe, la esperanza, la caridad; las luchas, las pruebas, los sentimientos, las solicitudes, las oraciones, las palabras, los cantos, las bendiciones de la Iglesia y de sus miembros, todo se resume en ella como en un centro común y edifica con ella el Trono de Dios. Todo lo que puede conmover nuestro corazón en la pena y en la alegría, en la felicidad y en la desgracia, en la tribulación y la muerte… lo ponemos sobre el altar y la Misa, lo situamos inmediatamente en el corazón del Redentor, que está presente en este lugar y estamos seguros de ser animados y consolados. Sí, todos los hijos de la Iglesia, deben concurrir a este sacrificio, todos los fieles deben ser inmolados conjuntamente con la Gran Víctima, única y eterna. Por esta ofrenda la Iglesia santifica y consagra la suerte de todos sus hijos; por ella acrecienta su felicidad, reduce y atempera sus infortunios, bendice su vida y su muerte, a fin de que siempre y en todas partes, vivan para el Señor y mueran para Él, según las palabras de San Pablo: Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.(Rom. 14, 8).

(Girh, Le sacrifice de la Messe, pp. 180-183).

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