8. El incienso

La cremación litúrgica de perfumes escogidos es un rito lleno de solemnidad, que revela un alto grado de celebración del culto divino. Además, es un símbolo de los misterios de la fe y de las virtudes cristianas. La Iglesia penetra con mucha exactitud las propiedades naturales de las cosas sensibles, para sacar de ellas aplicaciones místicas. Es el caso del incienso. Su simbolismo reposa en el hecho de que los granos de incienso son quemados, destruidos por el fuego, elevándose hacia el cielo como una nube olorosa que extiende un perfume agradable en la estancia. Ese simbolismo se pierde si el incienso no es quemado, si se deposita sobre carbones extinguidos y si no se desprende el humo. El incienso que el fuego debe consumir para convertirlo en suave olor, parece creado expresamente para ser el emblema del sacrificio interior del alma y de la oración que complace a Dios. El incienso deja como escapar el espíritu que le anima, hasta que se reduce a nubes olorosas que suben al cielo. Es figura de la vida del hombre, vida de sacrificio, que consume sus fuerzas en el fuego de la caridad, al servicio de Dios y para Su gloria.

Este vapor que aparece sobre los carbones abrasados, es también la imagen de la oración. Esta es en efecto una elevación del espíritu hacia el cielo, el giro del corazón hacia los bienes invisibles y eternos. Arrojado sobre los carbones ardientes, los granos de incienso envían hacia las alturas un agradable olor. Si nuestro corazón es semejante a un carbón abrasado, quemando el fuego del amor de Dios y de una piedad ferviente, nuestra oración se arranca de la tierra y sube hacia Dios como un perfume delicioso y es acogida con benevolencia y amor. Tal como dice el Salmo: Señor, que mi oración se eleve ante Ti como el incienso en tu presencia (Ps. 90, 2). Actos de adoración, de alabanza, de acción de gracias, oraciones, sentimientos piadosos, suspiros hacia el cielo, efusiones del corazón: todo esto forma un humo oloroso, que se eleva hacia el cielo y penetra hasta el trono de Dios.

Este significado primero del incienso nos lleva naturalmente y sin esfuerzo a otro simbolismo. El humo del incienso, símbolo de la oración y del sacrificio, o más bien la oración y el sacrificio que son agradables a Dios, tocan su misericordia y atraen sobre la tierra sus gracias. Así la gracia es también figurada por el incienso (bonus odor gratiae). Si el humo del incienso que se eleva representa el sacrificio y la oración que llegan hasta el cielo, las nubes de humo que se extienden son la imagen de los frutos de la oración, es decir, del buen olor de la gracia que desciende del cielo o se escapa del tabernáculo y del altar, en donde reside Jesucristo. La oración sube y la misericordia desciende. Por eso, la oración que acompaña a la incensación de la oblata dice: Que este incienso, bendecido por ti, ascienda hasta Ti, Señor; y descienda sobre nosotros tu misericordia.

Los vapores olorosos del incienso son también para el sacerdote y para el pueblo un aviso del devenir, por su espíritu de sacrificio y de oración, por la abundancia de las gracias y las virtudes, el buen olor de Cristo del que habla San Pablo en su segunda carta a los Corintios 2, 15 y que reúne el cielo con la tierra.

Está en la naturaleza de las cosas ver en la cremación del incienso sobre todo un acto de adoración, en particular un acto de sacrificio, el acto por excelencia y la expresión más perfecta de adoración. Hay que observar sin embargo, que en la intención de la Iglesia, el incienso no es solamente empleado como signo de adoración, sino también como signo de la veneración debida a todo lo que es santo. Es por esto que, además del Santísimo Sacramento, se inciensan las reliquias y las imágenes de los Santos, el libro de los Evangelios, al sacerdote que celebra, al clero y al pueblo.

En la misa solemne se bendice el incienso antes de servirlo. Este incienso bendecido se convierte en un sacramental, por lo que no solamente tiene ya una significación más alta y más misteriosa, sino que además opera a su manera, efectos sobrenaturales. El primero de estos efectos es presentarnos más perfectamente el incienso como un símbolo religioso. La bendición de la Iglesia le añade más claridad a su significación: lo mismo que los ramos de olivo, adquiere toda su fuerza simbólica por esta bendición.

Además, el incienso como sacramental, viene a ser el órgano y el distribuidor de la bendición y de la asistencia divina. El signo de la Cruz y la oración de la Iglesia le comunican una energía particular para cazar al demonio o mantenerle alejado de nuestra alma, para protegernos contra su malicia y sus mentiras. Tenemos necesidad de esta protección, especialmente en el altar de Dios y durante la celebración de los santos misterios. Elevado a la dignidad de sacramental, el incienso tiene otro efecto añadido: sirve para la consagración y la santificación de las personas y las cosas. Con este humo se extiende también la bendición solicitada por la Iglesia. Este humo sitúa todo lo que se ha incensado, en una atmósfera de santificación.

Así pues, el simbolismo y la eficacia del incienso considerado en general, nos permite fácilmente reconocer el fin y el significado de cada incensación en particular.

7. Subida al altar

Después de los versículos, el sacerdote sube al altar, mientras reza en secreto dos oraciones:

Aufer a nobis…

Te rogamos Señor, que apartes de nosotros nuestras iniquidades, para que podamos entrar con pureza de corazón en el altar santo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

El Señor ha dicho: «He borrado, como nube, tus pecados, y como niebla, tus maldades (Is. 44,22). Por esto, el sacerdote le invoca, para que por su misericordia lave Dios cada vez más su alma de toda mancha, de los restos del pecado y de sus malas inclinaciones: así, llegará a ser más blanco que la nieve (Ps. 50,9), y podrá entrar dignamente en el Santo de los Santos de la nueva alianza, avanzar hacia el altar e inmolar la víctima eucarística. En la antigua ley, el Santo de los Santos, en el cual sólo el Sumo Sacerdote, una vez al año, podía entrar con la sangre de las víctimas, era una sombra débil de la nueva alianza, abierta todos los días al sacrificio. El Santo de los Santos, Jesucristo se inmola perpetuamente por medio de sus representantes, para permitirnos la entrada en el santuario del cielo.

El deseo ardiente de la liberación total del pecado y de sus funestas consecuencias, encuentra una vez más su expresión en la oración final de estas plegarias. El sacerdote la recita con una inclinación media de cuerpo y las manos juntas situadas sobre el altar:

Oramus te, Domine, per merita sanctorum tuorum…

Te suplicamos, Señor, por los méritos de los Santos cuyas reliquias están aquí (besa el altar) y de todos los Santos, que te dignes perdonarme todos mis pecados.

La petición de una purificación completa está apoyada aquí por nuevos motivos: el sacerdote recurre a los méritos de los santos, sitúa sus manos sobre el altar y lo besa. Con el sentimiento de su debilidad y de su indignidad, hace sostener su petición por la intercesión de todos los santos; y en particular, de los mártires cuyas reliquias están encerradas en el ara del altar. Por ello se inclina humildemente, junta las manos y las pone sobre el altar. Su esperanza de ayuda se expresa por las palabras por los méritos de tus santos y por un acto: se inclina humildemente, junta las manos y las pone sobre el altar, símbolo de Cristo y de los elegidos. Con ello muestra que no se apoya en su propia fuerza, sino en Jesucristo y sus santos y que -sólo mediante su ayuda-, espera la remisión de sus pecados.

Para participar en más abundante medida de los tesoros conseguidos por Jesucristo y por los santos, el sacerdote besa el altar pronunciando las palabras cuyas reliquias están aquí. Este beso se refiere ante todo a las santas reliquias, es decir a los preciosos restos de los mártires depositados en el altar el día en que se consagró por el Obispo. Costumbre antiquísima, que ya el papa Félix I -hacia el año 270-, promulgó como obligatoria para toda la Iglesia Universal.

También se dirige el sacerdote a todos los santos y sobretodo a Jesucristo, su Cabeza y su Rey, del cual el altar es el emblema. Al besarlo, el sacerdote atestigua su amor y su veneración por la Iglesia triunfante y renueva su comunión con ella. No hay nada más condsolador que este comercio sobrenatural entre el cielo y la tierra, esta comunidad de vida y de bienes entre los hijos de la Santa Iglesia ya coronados, y los hijos de Eva todavía peregrinos y combatientes en medio de las penalidades y de los peligros de este mundo.

6. Versículos al pie del altar

El pecado destruye la paz de la vida y enturbia todas las fuentes de la alegría: no hay pues felicidad mayor ni consuelo más dulce, que el de ser librado de él. Las oraciones hechas unos por otros aumentan nuestra esperanza en el perdón; sin embargo, la conciencia de su propia culpabilidad, todavía no ha abandonado al sacerdote. Por eso recita los versículos tomados de los Salmos 84 y 101, inclinándose algo, aunque no tan profundamente como en el Confíteor.

Cuando pecamos, Dios se aparta de nosotros con cólera; cuando confesamos nuestra falta y nos arrepentimos, vuelve a nosotros el rostro de su misericordia, se vuelve a nosotros (conversus) por su gracia: Él es la vida, la fuente de la vida en la que retomamos el ánimo y una vida nueva (vivificabis nos).

Una vez reconciliados perfectamente con el Señor, nuestro corazón encuentra su reposo y su alegría en Él, se regocija y triunfa en su Salvador (et plebs tua laetabitur in te). Esta alegría producida por la posesión de la  salvación y por la esperanza de la gloria futura, todavía es incompleta e imperfecta. Por eso, le rogamos al Señor que nos haga gozar de su misericordia (ostende nobis Domine misericordiam tuam) y hacer descender sobre el altar su salvación (et salutare tuum da nobis), es decir, Jesucristo nuestra vida, nuestra luz y nuestra gloria.

Antes de subir las gradas del altar, el sacerdote expresa el deseo de que sus súplicas lleguen al torno de Dios y encuentren acogida favorable (Domine exaudi orationem meam et clamor meus ad Te veniat). Este clamor meus es un santo ardor, una piadosa importunidad, un deseo intenso de pedir a Dios que haga descender la abundancia de sus bendiciones celestiales. Es el clamor del corazón, más que de las palabras.

Cuando el sacerdote acaba diciendo Dominus vobiscum, expresa el deseo, en virtud de su ministerio sacerdotal, de que Dios bendiga de un modo particular a los presentes, que habite y obre en ellos y les conceda su ayuda. Para celebrar con dignidad esta gran acción y cumplir como conviene los actos de adoración, de reconocimento, de súplica y de expiación que encierra, lo más necesario es la gracia de Dios, que nos impulsa, nos sostiene y perfeccciona nuestros actos. El sacerdote pide pues, varias veces, que Dios esté con los que asisten al sacrificio; y los asistentes, a su vez, expresan el deseo de que Dios esté con el espíritu del celebrante:  –Et cum spiritu tuo.