La Oblación-8

La invocación al Espíritu Santo o “epíclesis”. –

Todas las liturgias contienen una invocación al Espíritu Santo para implorar de Él la consagración de los elementos de la Eucaristía. Las liturgias griegas y orientales la sitúan después de la consagración; la liturgia romana, al contrario, la une a las oraciones de la oblación. El rito y las palabras de esta invocación en la Iglesia romana son simples, pero muy expresivas. Ofreciéndose a sí mismo, el sacerdote expresaba la humildad de su corazón con la postura de su cuerpo (inclinado sobre el altar); ahora se levanta para invocar solemnemente al Espíritu Santo; levanta los ojos al cielo, eleva las manos, las extiende y las vuelve a unir ante su pecho; a la palabra benedic, hace un signo de la cruz sobre la hostia y sobre el cáliz. Este signo de la cruz es la figura de la bendición del Espíritu Santo que se implora sobre los dones ofrecidos; la elevación de los ojos que le precede y el movimiento de las manos manifiestan el vivo deseo del descenso del Espíritu Santo y sus bendiciones. La oración que acompaña estas ceremonias es la siguiente:

Veni, sanctificator, omnipotens aeterne Deus; et bene + dic hoc sacrificium tuo sancto nomini praeparatur.

Ven, Espíritu santificador, Dios todopoderoso y eterno, y ben + dice este sacrifico preparado para la gloria de tu Santo Nombre.

Es cierto que esta invocación se dirige al Espíritu Santo. En el lenguaje de la Iglesia es llamado santificador, para distinguirlo del Padre y del Hijo, porque se le atribuye la efusión de las gracias y los dones, causa de la santidad. De esta oración resulta que hasta aquí, el sacrificio ha sido solamente preparado. El fin que se le asigna es la glorificación del nombre de Dios. Solamente por el culto y la adoración de Dios obtenemos estas gracias; solamente buscando la gloria de Dios, encontramos la salvación.

Se dice también que el sacrificio es preparado para honrar y glorificar el nombre del Espíritu Santo entre los pueblos: pues el Espíritu Santo es un sólo Dios todopoderoso y eterno con el Padre y el Hijo, y el sacrificio le es debido como a las dos primeras personas de la Santísima Trinidad. Las palabras finales de esta oración solicitan la bendición del Espíritu Santo sobre el pan y el vino.  

¿De qué bendición se trata aquí? Es la consagración, operada por el poder del Espíritu Santo. Los dones ofrecidos no pueden recibir una bendición más alta que su transustanciación en el cuerpo y la sangre de Jesucristo por la fuerza creadora del Espíritu Santo. Es imposible imaginar una bendición más completa que la que sobreviene al pan y el vino, llegando a ser toda la fuente de salvación y de vida. Lo que el sacerdote pide aquí, bendiciendo y santificando por el signo de la cruz los dones presentados sobre el altar, es la presencia del Cordero de Dios y de la plenitud de las bendiciones que fluyen de sus heridas; y como el Espíritu Santo es el Dios Todopoderoso y Eterno, implora de su poder sin límites esta maravilla de la transustanciación.

¿Por qué dirigirse a la tercera persona de la Santísima Trinidad para obtener este cambio del pan y del vino? El motivo principal está tomado de la analogía entre la Misa y la Encarnación del Verbo en el seno inmaculado de María, analogía frecuentemente indicada por los Santos Padres y formulada muchas veces por la liturgia. La Encarnación se renueva de alguna manera por la Eucaristía, en varios lugares a la vez y en todos los tiempos. Estos dos misterios son obra de la misericordia divina; por su pureza y su santidad infinita, tienen una semejanza particular con el carácter propio del Espíritu Santo, que es la caridad, la santidad, la bondad misma. Aunque las tres divinas personas concurren a la obra de la consagración, se atribuye a la tercera Persona:

Invocamos al Dios bueno, a fin de que envíe el Espíritu Santo sobre los dones ofrecidos y que el pan se convierta en el cuerpo, y el vino en la sangre de Jesucristo: pues todo lo que este Espíritu toca, es santificado y transformado. Santo es pues, lo que está sobre el altar después del descenso del Espíritu Santo (San Cirilo de Alejandría).

El Espíritu Santo produce pues, la presencia del cuerpo y la sangre del Salvador para la salvación de los fieles, con toda la abundancia de gracias que puede aportar esta presencia; ilumina, purifica, santifica, fortalece, inflama. No hay pues, sino una razón profunda en el hecho de que todas las oraciones de la preparación del sacerdote para la Misa, invoquen al Espíritu Santo.

(Girh, Le sacrifice de la Messe, pp. 183-188).

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