5. Misereatur-Indulgentiam

Una vez terminado el Confíteor de los fieles, el sacerdote pide a Dios, en virtud de su omnipotencia (omnipotens) que tenga piedad (misereatur) de los fieles, que les perdone los pecados (dimissis peccatis), que los resucite de la muerte espiritual a la vida de la Gracia y que los conduzca a la gloria (perducat vos ad vitam aeternam).

A renglón seguido, al Señor todopoderoso (omnipotens), cuyo poder se manifiesta ante todo concediendo la gracia; al Señor misericordioso (misericors) a quien pertenece tener piedad y perdonar siempre, se le pide una vez más que nos conceda a todos (tribuat nobis) el perdón de nuestros pecados (indulgentiam), la absolución de nuestras faltas (absolutionem) y la remisión de la pena (remissionem peccatorum). Estas tres expresiones, que se suelen emplear como sinónimos, están reunidas aquí para indicar con toda fuerza el perdón más completo de todos los pecados. El signo de la cruz que acompaña esta oración, se refiere al sacrificio expiatorio del Calvario del que deriva todo el perdón de los pecados.

La unión, en las oraciones de la Iglesia, de la omnipotencia y de la misericordia, tal como la encontramos aquí y en otros muchos lugares, está apoyada en razones sólidas y profundas. Es en el poder sin límites de Dios, en donde reposa el fundamento de su misericordia y su longanimidad hacia sus criaturas culpables. Dios tiene piedad de todos, porque Él lo puede todo; perdona a todos los hombres porque él es el dueño de todo. Como todo poder le pertenece, nos juzga con calma y nos dirige con cuidado providente. Nos manifiesta su compasión, viniendo en socorro de nuestras miserias y debilidades, librándonos y preservándonos del mal, especialmente del mayor de todos los males: el pecado. Por eso decía Santo Tomás de Aquino que la conversión y la justificación del pecador, el don y la efusión de la gracia en un alma son, en cierto sentido, una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra: exigen por tanto un acto glorioso de toda la omnipotencia divina.

4. El Confiteor

Es la parte principal de las oraciones al pie del altar. Está introducida por un versículo del Salmo 123 que dice: Adjutorium nostrum in nomine Domini- Qui fecit coelum et terram: [Nuestro auxilio es el nombre del Señor-Que hizo el cielo y la tierra].

Al decir estas palabras, el sacerdote se santigua. Este versículo puede verse como una transición entre lo que precede y lo que sigue. El sacerdote ha manifestado antes su ardiente deseo de acercarse al altar y su resolución de trabajar en el culto divino. Ahora reconoce que para la ejecución de su deseo, tiene que contar con la bondad y el poder infinito de Dios. Si sentimos profundamente nuestra miseria y nuestra nada, nuestra esperanza y nuestro deseo reposan únicamente sobre la omnipotencia y el amor de Dios que nos ha creado y sobre los méritos de Jesucristo, muerto por nosotros en la Cruz: por eso hacemos el signo de la cruz. Nuestra necesidad de ayuda es tan grande, que por nuestras propias fuerzas no podemos pensar en nuestra salvación y que sin la gracia del Espíritu Santo ni siquiera podemos pronunciar el nombre de Jesús (2 Cor. 3, 5). ¿Cuánto más tendremos necesidad de la ayuda de lo alto para cumplir dignamente y de una manera meritoria la obra más santa, la más sublime: el augusto sacrificio del altar?

Al pie del altar, el sacerdote se siente como presionado a hacer la confesión humilde y contrita de sus faltas y de pedir perdón con oraciones insistentes. Sólo aquel que tuviera manos inocentes y corazón puro podría subir al monte del Señor y al lugar santo. Para reemplazar dignamente a Jesucristo, Sumo Sacerdote, santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y elevado hasta los cielos (Heb, 7, 26) el sacerdote debería estar ornado con la pureza y la más perfecta santidad. A pesar de una cuidadosa preparación, sabe el sacerdote cuán lejos y alejado está. La dignidad con la cual está revestido, la abundancia de gracias recibidas, agravan las faltas, las infidelidades -incluso las más leves-, cometidas en el servicio de Dios. Sus menores pecados, sus negligencias más pequeñas, le aparecen como un gran mal cuando las pesa en la balanza del Santuario. El sacerdote tiene pues serios motivos antes de comenzar la acción, para hacer una confesión pública y para no acercarse al altar más que con los sentimientos de la más profunda contricción.

Confiteor Deo omnipotenti… [Yo confieso ante Dios todopoderoso…]

El Confiteor es la expresión de la contrición interior, una oración de penitencia y de arrepentimiento; tiene también como fin purificar el alma de las faltas leves y curarla de sus inclinaciones viciosas. El golpe de pecho podría ser llamado un sacramental que produce la remisión de los pecados veniales en un sentido amplio, en cuanto que encierra los actos de humildad, de contrición y de amor a Dios. La recitación del Confiteor y el golpe de pecho que le acompaña, no pueden producir estos efectos más que si vienen de un corazón lleno de dolor y del amor a Dios.

El Confiteor se divide en dos partes distintas: ante todo, es la acusación de nuestras faltas, a la que sigue una oración dirigida a los santos y a los fieles solicitando su intercesión por nosotros ante Dios. La confesión se hace a Dios y en presencia de los santos y de los cristianos. Nos humillamos ante ellos, a fin de determinarles más eficazmente a sostenernos ante Dios para obtenernos un perdón más completo; y así, solicitamos su poder de intercesión en la segunda parte. Según la voluntad de Dios, los santos son nuestros protectores y los que nos sostienen. Esta humillación que hacemos con nosotros mismos al confesar nuestros pecados en presencia de los santos, es muy eficaz para conseguirnos su ayuda ante Dios.

3. Al pie del altar: Salmo 42

Son oraciones preciosas, mencionadas ya por San Ambrosio y establecidas de forma obligatoria por San Pío V. Contienen la última preparación a la santa misa y ofrecen al sacerdote y al pueblo la última ocasión de recogerse y considerar la gran acción que va a cumplirse inmediatamente. Es el momento de prepararse adecuadamente y en silencio y serenidad antes de la sublime celebración. Nos refugiamos en las gradas del altar mismo. Allí hacemos alto, a fin de desprendernos de las cosas y volvernos hacia lo eterno. Si aprovechamos esta última pausa para la reflexión, mucho llevaremos adelantado.

El valor de estas oraciones hay que medirlo también por el fondo que esconde. Comenzamos con la salutación a la Trinidad, resonando la fórmula bautismal. Las palabras con que fuimos hechos hijos de Dios, nos llevan ahora al altar del sacrificio. Las palabras con que fuimos incorporados al Cuerpo Místico de Cristo, nos llevan a la sublime fiesta con que nos alimentaremos del Cuerpo de Cristo.

Subiré al altar de Dios, del Dios que regocija mi juventud. En el Bautismo se nos dio una nueva juventud, la juventud de la filiación divina. Y la alegría que ilumina la juventud de hijos de Dios es la Eucaristía, la recepción del Señor en la mesa santa. Y por el rezo del Confiteor pediremos perdón por las veces que se ha quebrado en nosotros la integridad de nuestra filiación divina. El salmo es la oración de un hombre atribulado, probado en la lucha y el dolor. Pero esta tribulación se convierte, junto al altar, en pura confianza, alegría y júbilo. Describe la situación del hombre –sacerdote y fieles- que sale de la vida diaria, para acercarase al altar. Salimos de entre una raza extraviada y corrompida (Fil. 2, 5). Por eso caminamos como desterrados, lejos del Señor (2 Cor. 5). Y sobre eso, aún tenemos que combatir, no contra la carne y la sangre, sino contra los poderes de las tinieblas, contra el maligno enemigo (Ef. 6, 12). Llevamos sobre nosotros aquella profunda tristeza, el dolor de que tantas veces desfallecemos en esta lucha. Leon Bloy nos dice acertadamente: La mayor tristeza es no ser santos. Pero en este momento nos envía Dios su luz y su verdad. Así sucede en la misa.

En la misa nos es dado subir a un monte más santo que el de Sión, entrar en un tabernáculo de Dios más grande que el Templo del Antiguo Testamento. Por eso podemos verdaderamente alabar a Dios. Por eso el primer pensamiento de la misa es la alegría de encontrarnos con el Dios de nuestra juventud, de esa juventud del alma que nos lleva directamente a Dios. Con la esperanza puesta en Dios que impide que se imponga sobre nosotros la tristeza y la turbación. Spera in Deo…salutare vultus meus et Deus meus…

Así, el Salmo Iudica me… expresa sentimientos de temor, sentimientos de deseo y en fin sentimientos de esperanza. Con ellos estamos ya preparados para la recitación del Confíteor.