1. El Prefacio
El sacrificio eucarístico avanza y llegamos ahora a la parte más importante: la inmolación de la Víctima. Los ritos que hemos recorrido hasta ahora, son tan misteriosos como santos y sublimes; sin embargo, las oraciones y los actos que acompañan a la consagración son incomparablemente más asombrosos y venerables. Pero así como las puertas de un templo no se abren directamente al santuario, sino que dan paso al vestíbulo, cuya altura y anchura se corresponden con el edificio entero, así el Prefacio, por su elevación y su impulso poético, forma una entrada digna de toda la acción del sacrificio.
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Según el texto de la Sagrada Escritura, Nuestro Señor antes de consagrar el pan y el vino, dio gracias al Padre celestial. Como nadie puede olvidar, la Iglesia sigue fielmente las huellas de su divino Fundador, haciendo preceder a la consagración el cántico admirable de alabanza y reconocimiento que se llama Prefacio. Está en relación íntima con la consagración y forma un todo con ella. Como indica su nombre y su lugar, es como el prólogo del Canon: una introducción y preparación al acto del sacrificio.
Es preciso remontarse a los tiempos apostólicos para descubrir su origen, que surge del testimonio de los Santos Padres y especialmente de las liturgias más antiguas. No existe una sola de ellas sin el Prefacio. Las liturgias orientales no han tenido nunca más que un prefacio. Por el contrario, en Occidente, su número se multiplicó de tal manera, que en los tiempos de San Gregorio Magno (siglo VI), prácticamente cada misa tenía un prefacio diferente. Según parece, este papa redujo su número a diez. Y bajo el papa Urbano II (1088-1099), se añadió el de la misa de la Santísima Virgen. Los 11 prefacios actuales, se encuentran en el Misal Romano desde el siglo XI.
Por sus palabras y su melodía, el Prefacio es uno de los cantos más majestuosos y encantadores de la Iglesia; es la poesía más pura, inspirada por el Espíritu Santo mismo. Siempre iluminada desde lo Alto para publicar las cosas eternas, la Esposa de Cristo está en comunicación ininterrumpida con su Esposo y este comercio es un himno nupcial y sin fin de oración y sacrificio; en sus labios, la palabra se transforma en un cántico inflamado del lirismo más ardiente. Jesucristo ha descendido a la tierra en medio del cántico de los ángeles. Del mismo modo, no llegó al momento de su Pasión y Muerte, sin antes haber acabado el himno: Una vez acabado el himno, salieron hacia el Monte de los Olivos (Mt. 26, 30). Es una advertencia para la Iglesia, que su santa poesía debe ser un canto sagrado, cuando Ella repasa desde el comienzo hasta el fin la vida y las obras de su Señor.
Para estudiar el Prefacio, distinguimos tres partes: La introducción, el medio y el final. La introducción y la conclusión son siempre las mismas; el medio cambia según las fiestas y las épocas del año eclesiástico. Analizaremos el Prefacio Común, que es el que se dice en todas las misas que no tienen prefacio propio.
La introducción se compone de tres versos y sus respuestas. Cambia aquí el saludo ordinario entre el sacerdote y el pueblo, abriendo así el prefacio. En ninguna otra parte está mejor que en este lugar, cuando ya está próxima la consumación de los sagrados misterios.
Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo.
Sursum corda. Habemus ad Dominum.
Gratias agamus Domino Deo nostro. Dignum et iustum est.
Todos –sacerdote y fieles-, tienen en este momento gran necesidad de las ayudas de lo Alto. El alma debe ser elevada por el soplo dulce y fogoso de la gracia, si quiere desalojar la miseria y elevarse por encima de la pequeñeces de la tierra y volver su mirada a las alturas, para unirse al cántico de los Bienaventurados. ¡Quién me diera alas como a la paloma…! dice el Salmo 54. De este modo, podemos reposar sin inquietud alguna en los secretos del altar que van a tener lugar inmediatamente. Sólo Dios, de quien viene todo don perfecto, puede dar el recogimiento y el fervor como verdaderos regalos de sus manos.
¿Por qué el sacerdote no se vuelve hacia el pueblo, como hace en el Orate Fratres? Es que, como Moisés en el Sinaí (Ex. 34, 5-8), está ya en la nube sagrada y conversa con el Señor cara a cara; su rostro está ya únicamente dirigido hacia el altar; y los fieles no le verán volverse más, hasta que se haya consumado la consagración y la comunión.
Este saludo es seguido del consejo del sacerdote de levantar el corazón, y los fieles responden asegurándole que ellos han obedecido: lo tenemos levantado hacia el Señor. A estas palabras, el sacerdote eleva las manos, para atestiguar con este gesto, su ardiente deseo de unirse y darse totalmente a Dios. Por él, damos testimonio de nuestra impaciencia por poseer los bienes eternos, cediendo a la invitación del profeta: Levantemos nuestros corazones y nuestras manos hacia el Señor en los cielos (Lam. 3, 41). Lo mismo se dice en un himno de la Iglesia: Mentes manusque tollimus: elevamos nuestro espíritu y nuestras manos. (Feria IV ad mat.). Y dirigiéndonos al Salvador, que ha subido el primero al cielo y allí nos espera, cantamos: Sé tú Señor, la meta a la que tienden nuestros corazones, según se canta en el Himno de Vísperas de la Ascensión del Señor. (Sis meta nostris cordibus).
¡Sursum corda! Estas palabras tan breves, tienen un amplio sentido: significan que nos separamos de los bienes terrenales, para consagrarnos plenamente a Dios y a las cosas divinas. Con este fin, es preciso ante todo cerrar nuestra alma a los pensamientos extraños a Dios, y dirigir todas nuestras facultades y toda nuestra atención, hacia las cosas divinas. Cuando la luz de lo Alto ilumine nuestro espíritu, nuestro corazón será más accesible a la luz de la devoción. Se inflamará con un santo amor de Dios, romperá los lazos de la concupiscencia que la encadenan a la miseria, se arrancará de la languidez y del tedio y se sumergirá con un impulso irresistible en el Cielo.
(Girh, Le sacrifice de la Messe, pp. 207-212).