La Oblación-6

Acto de la oblación del cáliz. –

El sacerdote eleva el cáliz como para presentarlo a Dios; pero no baja los ojos como en la oblación de la hostia, sino que los tiene fijos constantemente sobre la cruz del altar. El motivo de esta diferencia se encuentra en la oración de la oblación en que el sacerdote pide que el don que él ofrece, suba hasta el trono de Dios con un olor de suavidad. Antes de dejar el cáliz, el sacerdote hace el signo de la cruz con él, para recordar que en el cáliz y sobre el altar, va a correr la misma sangre que brotó sobre la Cruz de las llagas del Salvador.

Oración de la oblación. –

Os ofrecemos Señor el cáliz de la salvación, suplicando de vuestra clemencia que ascienda en olor de suavidad en presencia de Su Divina Majestad, para nuestra salvación y la de todo el mundo. Amén.

Así pues, se ofrece aquí el cáliz de salvación (Calix salutaris, cfr. Ps. 115, 4). Aunque no contiene todavía más que el vino y el agua, es sin embargo el cáliz salutífero, porque pronto va a estar lleno de la sangre de Cristo. A la oblación del cáliz se une la oración a Dios, para que se digne cambiar el vino en la sangre del Salvador y recibir esta sangre de sus manos, con bondad y complacencia. Esta doble petición surge de las palabras: cum odore suavitatis ascendat.

El cáliz no es verdaderamente “saludable” hasta después de la consagración: solamente entonces contiene la sangre divina que fue derramada en la cruz como rescate nuestro. Esta sangre, fuente de vida y de gracia, brota todos los días como la primera vez. Circuló en otro tiempo por las venas del Salvador; fluyó hasta su corazón y le dio la fuerza de amarnos, de trabajar y sufrir por nosotros; durante toda la eternidad pasa y vuelve a pasar por el corazón de Jesús. Él es quien ha merecido la salvación eterna para todos los elegidos. En el Cielo, los bienaventurados están ante el trono del Cordero y cantan: Fuiste inmolado y con tu sangre compraste para Dios gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los hiciste un reino de sacerdotes para nuestro Dios y reinarán sobre toda la tierra. (Apoc. 5, 9-10.)

Offerimus…

¿Quién ofrece el cáliz? “Ofrecemos…” dice el sacerdote, mientras que en la oblación del pan dice “ofrezco”. Hay gran diferencia entre el empleo del singular y del plural. El sacerdote es en el altar el embajador de la Iglesia; ofrece tanto la hostia como el cáliz en nombre de todos los fieles; y éstos, -especialmente los asistentes-, ofrecen en unión con el sacerdote. Esta participación de los fieles en la ofrenda del sacrificio eucarístico está formalmente expresada aquí en el Offerimus, lo mismo que en otros lugares del canon. ¿Por qué sucede esto con la oblación del cáliz y no con la hostia? Habitualmente se da la razón de que, por la mezcla del agua y el vino, la comunidad de la oblación de los fieles con Jesucristo está representada aquí y es conveniente que se haga mención de ello. 

Pro nostra et totius mundo salutis….

La Misa es ante todo un medio de salvación para los hijos de la Iglesia; es a ellos a quienes llegan los frutos más abundantes del sacrificio. Pero los que están fuera de su comunión, tampoco son totalmente excluidos de sus beneficios: la Iglesia ora y se sacrifica a fin de que lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim. 11, 1-4). Innumerables bendiciones brotan todos los días del altar sobre el mundo entero; en la Eucaristía, como sobre la Cruz, Jesucristo es una víctima de propiciación, no sólo por nuestros pecados sino también por los de todo el mundo (1 Jn. 2, 2). Si no existiera el sacrificio, ¿qué quedaría a los hombres sino la espera del juicio terrible y la cólera de fuego que consumirá a los adversarios? (Heb. 10, 27).

El Señor ve que la malicia de los hombres es grande sobre la tierra y que sus deseos tienden al mal en todos los tiempos. Sin embargo, no dice destruiré al hombre que he creado (Gen. 6, 5-7): pues ha prometido que el diluvio no vendría más a perder toda carne y que no castigaría más al universo a causa del hombre (Gén. 9, 15). ¿Por qué esto? Porque el Señor siente el suave olor del sacrificio (Gén. 8, 21) que todos los días sube desde millones de altares para la salvación del mundo entero.

In odorem suavitatis ascendat

Odor suavitatis, o bien odor suavissimus, es una expresión figurada que se encuentra a menudo en el Antiguo Testamento. Subir, ascender en olor de suavidad, significa que Dios acepta el sacrificio y pone su complacencia en él. La Iglesia ofrece constantemente la adorable Víctima, desde donde sale el sol hasta el ocaso, a todas horas del día y de la noche, sin interrupción alguna. A medida que el sol se levanta sobre los diferentes puntos de la tierra y se extiende la luz y la vida, el sacrificio avanza al mismo tiempo vertiendo sobre la Iglesia y sus miembros la luz y la vida sobrenaturales. 

En las primeras horas del día, los sacerdotes se suceden en el altar; otros los van reemplazando en los diversos lugares, hasta que el último anillo de esta cadena sin fin, se une de nuevo al primero. Es el fuego eterno que nunca se apaga; el fuego del sacrificio que noche y día abrasa en el santuario para la gloria de Dios. Es el sacerdocio eterno, la víctima permanente. Sin cesar se eleva hasta el cielo y sin cesar desciende Dios entre nosotros y viene a estar presente en el Sacramento, para todos, por él y en él, encuentren gracias nuevas y sobreabundantes. En cada instante, la Misa sella un pacto nuevo entre el cielo y la tierra, entre el hombre y Dios. Es un culto verdaderamente digno de la majestad infinita por la adoración, la expiación, la alabanza y la acción de gracias, que le son ofrecidas por el mismo Salvador, invisible sobre el altar y sin embargo visiblemente reinando entre nosotros; es un sacrificio que se renovará perpetuamente hasta el fin de los tiempos en que el Salvador descenderá entre las nubes del cielo, con poder y majestad para el Juicio Final (Mt. 25, 31).

 (Girh, Le sacrifice de la Messe, pp. 176-180).

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