La Oblación-4

La oración de la Oblación.-

Esta oración, tan notable por su concisión como por su riqueza y profundidad, responde a muchas cuestiones que pueden ser planteadas con respecto al sacrificio eucarístico.

Suscipe, sancte Pater, Omnipotens aeterne Deus…

¿Quién es el que recibe la Hostia así ofrecida? Es Dios Padre Santo, eterno y omnipotente. En la Misa, la Iglesia se dirige sobre todo a Dios Padre, con el fin de unirse al Salvador, que se inmola a su Padre Celestial sobre al altar. Con toda la fuerza de la palabra, sólo Dios merece propiamente el nombre de Padre, según las palabras de Jesucristo: “No llaméis a nadie padre sobre la tierra; porque uno sólo es vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 23, 9). Por su Hijo único Jesucristo, Dios nos ha dado esta dignidad de hijos. Con todas sus ventajas y sus privilegios.  Y puesto que somos sus hijos, tenemos el deber de vivir santamente e imitarlo: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48). Le llamamos, pues familiarmente nuestro padre, pero al mismo tiempo es el Dios eterno y omnipotente. Su majestad tiene derecho al respeto más profundo y a la más humilde sumisión. Además es el Dios vivo y verdadero, a quien solamente se puede y debe ofrecer sacrificios. El Dios vivo, es la vida misma, la verdad primera y más pura, la fuente de toda verdad.

Hanc inmaculatam hostiam…

¿Qué ofrecemos a Dios nuestro Padre? Una hostia sin mancha, inmaculata hostia. ¿Cuál es el sentido de esta palabra? Ante todo, el cuerpo eucarístico de Jesucristo; en segundo lugar, el pan eucarístico. Estas palabras (hostia sin mancha, inmaculada), no se aplican únicamente al pan, actualmente presente, sino al cuerpo de Jesucristo que pronto va a estar escondido bajo la especie de pan: esto se deduce claramente del contexto de esta oración, como también si la comparamos con otras oraciones hechas antes de la consagración. EL cuerpo de Jesucristo es esta hostia sin mancha (inmaculada), que nos obtiene el perdón de nuestros pecados que imploramos en este instante. La Iglesia considera este pan destinado a la consagración como ya transustancializadoes lo que tiene con vistas a esta consagración. Por eso el sacerdote llama sin mancha, sin tacha a esta ofrenda tanto antes como después de la consagración; estas palabras se aplican sobre todo y de una manera absoluta a Jesucristo, el Cordero santo e inmaculado, la oblación pura predicha por el profeta Malaquías: oblatio munda.

No obstante, esta oblación es diferente de la que se hace después de la consagración; y la diferencia consiste en que con el cuerpo de Cristo, el pan es también ofrecido a Dios, con el deseo de que Él también lo una y agregue a la consagración. Es por lo que la hostia situada sobre la patena puede ser también tomada como hostia sin mancha. Y lo es, en efecto, por el cuidado con que ha sido tratada en su preparación. Nótese que aquí hablamos de hostia inmaculada (antes de ser consagrada) como hablamos también de hostia inmaculada (después de ser consagrada). Hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam inmaculatam… dirá el sacerdote también después de la consagración. La intención y la mirada del sacerdote, se sitúan pues, mientras que eleva la hostia en la patena y ora al Padre celeste en estas dos cosas: ante todo, el cuerpo de Jesucristo considerado ya presente, y además sobre el pan que va a ser transformado en este cuerpo adorable.

Quam ego, indignus famulus tuus…

¿Quién hace esta oblación? El sacerdote, que se reconoce como un indigno servidor de Dios. El sacerdote es el ministro de Dios, a quien Dios ha llamado para que le sirva todos los días de su vida. En el altar, sobre todo, el sacerdote experimenta lo indigno que es ante este ministerio tan honorable y sublime. Considerando su miseria, su debilidad, su ingratitud, sus faltas, ¿cómo no va a sentir el sacerdote amargamente su profunda indignidad, especialmente frente al misterio sagrado del altar?

Pro innumerabilibis peccatis… 

¿Por quién ofrece este sacrificio? Ante todo por sí mismo, después por todos los asistentes; y en último término por todos los cristianos.

En primer lugar, el sacerdote inmola la hostia sin mancha para obtener de Dios el perdón de sus faltas y la pena que le es debida. Sobre el altar está el mismo cuerpo con el que el Salvador llevó la cruz por nuestros pecados y los ha expiado con su muerte (1 Pet. 2, 24). El sacerdote lo sabe bien: no es, como debería ser, santo, inmaculado e inocente, separado de los pecadores; está rodeado de flaquezas y debe sacrificar ante todo por sus faltas personales, después por las del pueblo (Heb. 7, 26ss.). Sus negligencias, sus pecados, sus ofensas son muchas y así lo reconoce. ¿Quién puede conocer y distinguir todas sus faltas? Las ocasiones de pecado son innumerables, ¿cómo no sentirse afectados por la facilidad y el peligro constante de poder ofender a Dios? Cuanto mayor es la luz de la gracia en un alma, más delicada es la conciencia y con más claridad percibe sus negligencias, sus imperfecciones y faltas voluntarias. De esta forma, el sacerdote expiará por el sacrificio diario de la Misa, todas esas faltas que le acosan durante su existencia en este mundo. …et offensioniblus et negligentiis meis.

Et por ómnibus circumstantibus…

En seguida, ora e inmola expresamente y en particular por todos los asistentes, por todos los que están en la Misa con piedad y ofrecen con él la divina hostia y que reciben una parte mayor de los frutos del sacrificio. 

Et pro ómnibus fidelibus christianis vivis atque defunctis…

Pero la Iglesia, madre amorosa y llena de solicitud, no olvida a ninguno de sus hijos. Quiere también que el sacerdote ore y sacrifique por todos los fieles unidos por la comunión de los Santos. Por todos aquellos que tienen necesidad de ayuda, los que están todavía atados a la carne (los vivos) y los que han sido despojados de ellas (los difuntos). Los que luchan en la tierra y los que sufren en el purgatorio.

…ut mihi et illis proficiat ad salutem in vitan aeternam.

¿Y para qué se ofrece este sacrificio? Para que aproveche a la salvación de todos para la vida eterna. Sus frutos no se limitan a unos beneficios temporales, sino que se extienden a la eternidad. El sacerdote pide por lo tanto, que el sacrificio eucarístico sea para todos un medio de salvación tan eficaz, que lleguemos a la gloria del cuerpo y del alma en la eternidad.

 (Girh, Le sacrifice de la Messe, pp. 168-173).

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