III. La materia del sacrificio, incluso antes de la oblación y la consagración, exige mucha delicadeza en el cuidado, así como un gran respeto: estos sentimientos deben mostrarse en la preparación remota del pan y del vino. No hay que olvidar disponer siempre de hostias frescas y auténticas y vino natural y puro. Si nos trasladamos a los tiempos de la plenitud de fe de la Edad Media, los príncipes y princesas sentían un gran honor al preparar el pan y el vino del sacrificio. En los monasterios, esta preparación estaba rodeada de una cierta solemnidad y estaba comprendida casi en el culto divino. Así ocurría en la abadía de Cluny. A las horas prescritas, los monjes abandonaban sus trabajos manuales, para santificarlos cumpliendo con el canto de los Salmos. Pero antes de cualquier otro trabajo, se daba un cuidado particular a la preparación del pan destinado al banquete eucarístico. Se confiaba el grano a la tierra cantando salmos. La misión de preparar el pan, estaba a cargo del superior de la iglesia, dos monjes y un novicio. Se dividían el trabajo con muchas precauciones, se lavaban cuidadosamente y se revestían de ropas blancas para guardar la hostia en un instrumento bendecido. Es conveniente, en efecto que el pan bendito sea preparado por manos consagradas a Dios, con respeto y piedad. Este acto debe ser considerado como una cuestión de corazón y de conciencia.
Oblación de la hostia.-
La preparación próxima de la materia del sacrificio tiene lugar en la Misa misma; comprende la bendición del pan y del vino, su separación de los usos ordinarios y su ofrenda a Dios. Esta santificación preliminar es, aunque no absolutamente indispensable, sí muy conveniente. Los elementos terrenales deben ser transportados del orden natural al orden superior de la gracia, elevados a la dignidad de cosa sagrada (res sacra) por la bendición de la Iglesia, antes de convertirse en el cuerpo y la sangre del Señor por la omnipotencia de su Santo Espíritu.
Esta conveniencia nos la indica el ejemplo de Jesucristo. En la última cena, Él tomó el pan y el cáliz en sus manos santas y venerables, y elevando los ojos al cielo, bendijo el pan y el vino dando gracias a su Padre todopoderoso; en otras palabras, Él oró como hombre, para este momento y para el futuro, a fin de obtener la transubstanciación de estos elementos, que como Dios y en unión con el Padre y el Espíritu Santo, quería realizar no solamente entonces, sino todas las veces que las palabras de la consagración fueran válidamente pronunciadas.
La Iglesia sigue pues, el ejemplo de su divino Fundador, cuando en el curso de la Misa y hasta la consagración, bendice tan a menudo el pan y el vino y pide a Dios aceptar, santificar y cambiar estos dones terrenales. Esta ofrenda preparatoria comienza con la oblación de la hostia. Este rito se compone del acto de la oblación y la oración que le acompaña.
El acto de la oblación.-
El sacerdote toma la patena sobre la cual reposa la hostia; la eleva, es decir la ofrece a Dios que habita en las alturas, la pone bajos sus ojos y le pide que se digne aceptarla. La elevación de la hostia es completamente adecuada para expresar el acto de la ofrenda. Al mismo tiempo que pronuncia las primeras palabras de la oración de la oblación, el sacerdote eleva los ojos hacia la cruz del altar: esta ceremonia corresponde perfectamente a estas palabras. Enseguida baja los ojos, lo cual está asimismo en perfecta armonía con las palabras siguientes, en las que confiesa su indignidad y reconoce que inmola la víctima santa, ante todo por sus faltas personales. Tras haber acabado esta oración, hace con la patena y la hostia el signo de la cruz ante el lugar en que depositará la hostia. Esta ceremonia nos recuerda que la cruz y el altar son lugares sagrados en que el sacrificio único ha sido ofrecido y se ofrece ahora, aunque de un modo diferente. El cuerpo que va a estar presente sobre al altar es el mismo que fue suspendido de la cruz. Los dos tiene el honor de acoger la víctima de propiciación para el mundo entero.
(Girh, Le sacrifice de la Messe, pp. 165-168).