I.- Las oraciones y ceremonias del Ofertorio constituyen la preparación inmediata para el sacrificio, que culmina en la consagración. Esta preparación, no es esencial ni absolutamente indispensable; sin embargo es muy conveniente. Para captar el sentido verdadero y de gran riqueza de estos ritos, especialmente de las oraciones de la oblación, tenemos que considerar varias cosas.
La palabra oblación y el rito que designa y que tiene lugar antes de la consagración se relacionan con un doble objeto: con los elementos del pan y del vino, que luego serán el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Ante todo, se dirige a los elementos eucarísticos. Por medio de la oblación, son separados de su uso ordinario; reciben una primera santificación que los consagra a Dios y los hace propicios para su fin sublime. Nosotros renunciamos a estos dones terrenales y los ofrecemos a Dios con la intención y el deseo de que sean transformados, por su omnipotencia, en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. En las oraciones del ofertorio nos encontramos una gran cantidad de peticiones relativas a la aceptación por Dios, a la bendición y a la consagración del pan y el vino.
Sin embargo, la oblación no tiene exclusivamente por objeto el pan y el vino, sino también el sacrificio propiamente dicho, la víctima verdadera y única de la nueva alianza: el cuerpo y la sangre de Jesucristo, que estarán presentes en el altar, en lugar del pan y el vino que desaparecen. La Iglesia no espera a la transubstanciación eucarística para ofrecer a la majestad divina la divina Hostia; la presenta considerando la consagración que se aproxima, como ya realizada. La ofrenda (oblatio) de la víctima, puede tanto preceder como seguir a la inmolación (inmolatio, sacrificatio) propiamente dicha. Lo vemos en la Misa, en la que este pensamiento de ofrenda es repetido y expresado de muchas maneras, para la glorificación del nombre de Dios y para la salvación de vivos y muertos. Desde este punto de vista, es fácil comprender que la Iglesia, para designar esta oblación, se sirve por anticipación de términos (inmaculata hostia, calix salutaris, sancta sacrificia illibata, sacrificium laudis, etc.) que no puede propiamente aplicarse más que al cuerpo y la sangre de Jesucristo; como también espera de esta oblación, los efectos y frutos maravillosos que sería imposible esperar de la ofrenda del pan y el vino por sí solos.
Sería inexacto concluir de las oraciones litúrgicas de la oblación, que la ofrenda de los elementos sea en sí misma un sacrificio, o una parte esencial o integrante del sacrificio. Solamente Jesucristo, presente en el altar bajo las especies sacramentales, símbolos de su muerte, es el único sacrificio permanente y propiamente dicho de la Iglesia católica.
“Tan pronto como Jesucristo ha descendido por la consagración y ha tomado su morada entre nosotros bajo las humildes apariencias del pan y del vino, se inmola a su Padre como víctima inocente en medio de una humanidad contaminada de crímenes; le descubre sus heridas, pone su muerte bajo su mirada, y en sus heridas y en su muerte, toda su obediencia, sus humillaciones y su amor. Y nosotros, que conocemos bien nuestra indignidad, nos asociamos a esta augusta víctima con alegría temblorosa y la ofrecemos al Padre. La ofrenda del pan y del vino en la Misa, los sustrae de su empleo ordinario y los consagra a Dios, que por su omnipotencia, los transformará en víctima de salvación. Esta ofrenda, es también para nosotros una preparación; eleva nuestros corazones hacia el Señor, a quien se refieren por adelantado las oraciones de la Iglesia, antes de que la Iglesia se lance a expresar su alegría, que contempla ya y le hace gritar: “Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en las alturas”. Pero cuando él viene, no es con todo el esplendor de su gloria; está envuelto en las imágenes de su pasión y de su muerte, y con los recuerdos más dolorosos y más lamentables”. (ÉBERHARD, Conférences, I, 337)
II.- Hasta el siglo XII, la Iglesia romana no tenía en esta parte de la Misa, más que el canto del ofertorio por el coro y la oración dicha en voz baja por el sacerdote, lo que ahora es la secreta. Las otras oraciones que hay entre el ofertorio y la secreta no fueron admitidas hasta esta época. “Son muy cortas –dice el cardenal Wiseman-, pero llenas de energía y de sentimiento. Reina en ellas una simplicidad sublime y celestial, una dignidad llena de ternura y de dulzura”. Todas estas oraciones de la oblación fueron llamadas justamente el pequeño Canon (Canon Minor), por las numerosas relaciones que presenta con el Canon propiamente dicho (Canon Maior).
(GIHR, Le Saint Sacrifice de la Messe, vol. 2, 144-147)