7. Subida al altar

Después de los versículos, el sacerdote sube al altar, mientras reza en secreto dos oraciones:

Aufer a nobis…

Te rogamos Señor, que apartes de nosotros nuestras iniquidades, para que podamos entrar con pureza de corazón en el altar santo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

El Señor ha dicho: «He borrado, como nube, tus pecados, y como niebla, tus maldades (Is. 44,22). Por esto, el sacerdote le invoca, para que por su misericordia lave Dios cada vez más su alma de toda mancha, de los restos del pecado y de sus malas inclinaciones: así, llegará a ser más blanco que la nieve (Ps. 50,9), y podrá entrar dignamente en el Santo de los Santos de la nueva alianza, avanzar hacia el altar e inmolar la víctima eucarística. En la antigua ley, el Santo de los Santos, en el cual sólo el Sumo Sacerdote, una vez al año, podía entrar con la sangre de las víctimas, era una sombra débil de la nueva alianza, abierta todos los días al sacrificio. El Santo de los Santos, Jesucristo se inmola perpetuamente por medio de sus representantes, para permitirnos la entrada en el santuario del cielo.

El deseo ardiente de la liberación total del pecado y de sus funestas consecuencias, encuentra una vez más su expresión en la oración final de estas plegarias. El sacerdote la recita con una inclinación media de cuerpo y las manos juntas situadas sobre el altar:

Oramus te, Domine, per merita sanctorum tuorum…

Te suplicamos, Señor, por los méritos de los Santos cuyas reliquias están aquí (besa el altar) y de todos los Santos, que te dignes perdonarme todos mis pecados.

La petición de una purificación completa está apoyada aquí por nuevos motivos: el sacerdote recurre a los méritos de los santos, sitúa sus manos sobre el altar y lo besa. Con el sentimiento de su debilidad y de su indignidad, hace sostener su petición por la intercesión de todos los santos; y en particular, de los mártires cuyas reliquias están encerradas en el ara del altar. Por ello se inclina humildemente, junta las manos y las pone sobre el altar. Su esperanza de ayuda se expresa por las palabras por los méritos de tus santos y por un acto: se inclina humildemente, junta las manos y las pone sobre el altar, símbolo de Cristo y de los elegidos. Con ello muestra que no se apoya en su propia fuerza, sino en Jesucristo y sus santos y que -sólo mediante su ayuda-, espera la remisión de sus pecados.

Para participar en más abundante medida de los tesoros conseguidos por Jesucristo y por los santos, el sacerdote besa el altar pronunciando las palabras cuyas reliquias están aquí. Este beso se refiere ante todo a las santas reliquias, es decir a los preciosos restos de los mártires depositados en el altar el día en que se consagró por el Obispo. Costumbre antiquísima, que ya el papa Félix I -hacia el año 270-, promulgó como obligatoria para toda la Iglesia Universal.

También se dirige el sacerdote a todos los santos y sobretodo a Jesucristo, su Cabeza y su Rey, del cual el altar es el emblema. Al besarlo, el sacerdote atestigua su amor y su veneración por la Iglesia triunfante y renueva su comunión con ella. No hay nada más condsolador que este comercio sobrenatural entre el cielo y la tierra, esta comunidad de vida y de bienes entre los hijos de la Santa Iglesia ya coronados, y los hijos de Eva todavía peregrinos y combatientes en medio de las penalidades y de los peligros de este mundo.

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