6. Versículos al pie del altar

El pecado destruye la paz de la vida y enturbia todas las fuentes de la alegría: no hay pues felicidad mayor ni consuelo más dulce, que el de ser librado de él. Las oraciones hechas unos por otros aumentan nuestra esperanza en el perdón; sin embargo, la conciencia de su propia culpabilidad, todavía no ha abandonado al sacerdote. Por eso recita los versículos tomados de los Salmos 84 y 101, inclinándose algo, aunque no tan profundamente como en el Confíteor.

Cuando pecamos, Dios se aparta de nosotros con cólera; cuando confesamos nuestra falta y nos arrepentimos, vuelve a nosotros el rostro de su misericordia, se vuelve a nosotros (conversus) por su gracia: Él es la vida, la fuente de la vida en la que retomamos el ánimo y una vida nueva (vivificabis nos).

Una vez reconciliados perfectamente con el Señor, nuestro corazón encuentra su reposo y su alegría en Él, se regocija y triunfa en su Salvador (et plebs tua laetabitur in te). Esta alegría producida por la posesión de la  salvación y por la esperanza de la gloria futura, todavía es incompleta e imperfecta. Por eso, le rogamos al Señor que nos haga gozar de su misericordia (ostende nobis Domine misericordiam tuam) y hacer descender sobre el altar su salvación (et salutare tuum da nobis), es decir, Jesucristo nuestra vida, nuestra luz y nuestra gloria.

Antes de subir las gradas del altar, el sacerdote expresa el deseo de que sus súplicas lleguen al torno de Dios y encuentren acogida favorable (Domine exaudi orationem meam et clamor meus ad Te veniat). Este clamor meus es un santo ardor, una piadosa importunidad, un deseo intenso de pedir a Dios que haga descender la abundancia de sus bendiciones celestiales. Es el clamor del corazón, más que de las palabras.

Cuando el sacerdote acaba diciendo Dominus vobiscum, expresa el deseo, en virtud de su ministerio sacerdotal, de que Dios bendiga de un modo particular a los presentes, que habite y obre en ellos y les conceda su ayuda. Para celebrar con dignidad esta gran acción y cumplir como conviene los actos de adoración, de reconocimento, de súplica y de expiación que encierra, lo más necesario es la gracia de Dios, que nos impulsa, nos sostiene y perfeccciona nuestros actos. El sacerdote pide pues, varias veces, que Dios esté con los que asisten al sacrificio; y los asistentes, a su vez, expresan el deseo de que Dios esté con el espíritu del celebrante:  –Et cum spiritu tuo.

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