3. Al pie del altar: Salmo 42

Son oraciones preciosas, mencionadas ya por San Ambrosio y establecidas de forma obligatoria por San Pío V. Contienen la última preparación a la santa misa y ofrecen al sacerdote y al pueblo la última ocasión de recogerse y considerar la gran acción que va a cumplirse inmediatamente. Es el momento de prepararse adecuadamente y en silencio y serenidad antes de la sublime celebración. Nos refugiamos en las gradas del altar mismo. Allí hacemos alto, a fin de desprendernos de las cosas y volvernos hacia lo eterno. Si aprovechamos esta última pausa para la reflexión, mucho llevaremos adelantado.

El valor de estas oraciones hay que medirlo también por el fondo que esconde. Comenzamos con la salutación a la Trinidad, resonando la fórmula bautismal. Las palabras con que fuimos hechos hijos de Dios, nos llevan ahora al altar del sacrificio. Las palabras con que fuimos incorporados al Cuerpo Místico de Cristo, nos llevan a la sublime fiesta con que nos alimentaremos del Cuerpo de Cristo.

Subiré al altar de Dios, del Dios que regocija mi juventud. En el Bautismo se nos dio una nueva juventud, la juventud de la filiación divina. Y la alegría que ilumina la juventud de hijos de Dios es la Eucaristía, la recepción del Señor en la mesa santa. Y por el rezo del Confiteor pediremos perdón por las veces que se ha quebrado en nosotros la integridad de nuestra filiación divina. El salmo es la oración de un hombre atribulado, probado en la lucha y el dolor. Pero esta tribulación se convierte, junto al altar, en pura confianza, alegría y júbilo. Describe la situación del hombre –sacerdote y fieles- que sale de la vida diaria, para acercarase al altar. Salimos de entre una raza extraviada y corrompida (Fil. 2, 5). Por eso caminamos como desterrados, lejos del Señor (2 Cor. 5). Y sobre eso, aún tenemos que combatir, no contra la carne y la sangre, sino contra los poderes de las tinieblas, contra el maligno enemigo (Ef. 6, 12). Llevamos sobre nosotros aquella profunda tristeza, el dolor de que tantas veces desfallecemos en esta lucha. Leon Bloy nos dice acertadamente: La mayor tristeza es no ser santos. Pero en este momento nos envía Dios su luz y su verdad. Así sucede en la misa.

En la misa nos es dado subir a un monte más santo que el de Sión, entrar en un tabernáculo de Dios más grande que el Templo del Antiguo Testamento. Por eso podemos verdaderamente alabar a Dios. Por eso el primer pensamiento de la misa es la alegría de encontrarnos con el Dios de nuestra juventud, de esa juventud del alma que nos lleva directamente a Dios. Con la esperanza puesta en Dios que impide que se imponga sobre nosotros la tristeza y la turbación. Spera in Deo…salutare vultus meus et Deus meus…

Así, el Salmo Iudica me… expresa sentimientos de temor, sentimientos de deseo y en fin sentimientos de esperanza. Con ellos estamos ya preparados para la recitación del Confíteor.

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