1. El altar

Todos los actos de salutación de la santa misa suponen la recta comprensión del altar. El altar de la Santa Iglesia es Cristo. El Salvador no es sólo nuestro sacerdote, ni sólo nuestra víctima, sino también nuestro altar. Cristo es el altar de los hoocaustos de la nueva alianza. Su corazón es el lugar desde donde son presentados al Padre todos nuestros sacrificios. Por eso se consagra tan solemnemente el altar. Por eso se le unge con santo óleo, símbolo de Cristo y queda, por así decirlo, inmerso en Cristo, a fin de que pueda ser imagen terrena del verdadero altar, que es Cristo.

El altar es el trono. En él se sienta el rey de la eternidad cuando viene a nosotros en la Eucaristía. El altar nos recuerda el trono de la majestad de Dios, del que habla el Apocalipsis, el trono del que salen relámpagos (4, 5) y está rodeado de ancianos y ángeles (7, 11). Es el Trono del Cordero (7, 17). Y en esta hora de la Santa Misa el apóstol nos invita: Acerquémonos confiadamente al trono de la gracia (Heb. 4, 16)

El altar es el lugar del sacrificio. El monte del altar (monten sanctum tuum), ha sustituido al monte Calvario como escenario del sacrificio de la Cruz. Por eso pedimos en las oraciones al pie del altar, ser conducidos al monte del Señor.

El altar es la mesa del Señor en que preparamos la recepción del Cordero pascual como viático.

El altar ofrece tan múltiples aspectos como la misa misma. Exige temor reverente e intimidad familiar. Sólo la síntesis de estos dos extremos define nuestra recta actitud o comportamiento respecto al altar. El altar reclama cierta lejanía que infunde reverencia, a la vez que cierta proximidad que invite a la confianza.

Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat iuventutem meam….

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